Esta tarde, después de trabajar, he querido ir al gimnasio a estirarme y liberar tensiones. Cuál ha sido mi sorpresa cuando, nada más entrar por la puerta, una habitual compañera de sudores me ha dicho que no había clase. ¿La razón? Estaban fumigando la sala donde se hacen las clases. Eran las 20:15 horas. ¿No había otro momento para hacerlo? Además, la sala de máquinas está al ladito. Y el olor nada agradable de productos químicos para fumigar también la ha invadido. Así que ni clase ni posibilidad de hacer unos cuantos quilómetros en bicicleta.
Son cosas que pasan, pensaréis. Pero es que el lunes, intenté probar algo nuevo: aquagym. Y cuál fue mi chasco cuando, ya en bañador y con gorro, me dispuse a entrar en la piscina y la monitora me dijo que si no tenía número, no podía hacer la clase. El motivo: demasiada gente y poco espacio.
El problema no es tener que limitar el aforo de las sesiones o que la fumigación impida hacer clase. Son cosas que pasan, es cierto. El espacio es limitado y seguramente las empresas que ofrecen servicios de fumigación imponen sus horarios. El problema es que en ninguno de los dos casos me informaron. Ni me dijeron que necesitaba número para la clase de aquagym ni nadie nos dio explicaciones sobre la fumigación a horas intempestivas.
Si pago una cuota mensual para disfrutar de unos servicios, ¿por qué nadie me informa como es debido si no puedo disfrutar de ellos? Parece ser que muchas veces se olvida que todo, TODO comunica. Incluso la ausencia de información. Y como decía Lluís G. Renart en un artículo publicado en Cinco Días el pasado 3 de julio: «la clave reside en no olvidar que el cliente es un ser inteligente con voluntad para elegir».