Una buena traducción es imagen. Y una mala, también. Leía hace unos días en El economista un artículo sobre este tema. En él, Celia Ríos, profesora de la Universidad Europea de Madrid, se queja de que “las empresas aún no son conscientes de las consecuencias que tiene en el consumidor si el envoltorio, la web o la documentación que acompaña a su producto están mal traducidos”. Sin embargo, Ramón Garrido, director del departamento de Traducción e Interprtación de de la Universidad Pontificia de Comillas, asegura que la clave está en “educar a los clientes, que son los que consumen los productos”. A los clientes, y también a las empresas.
Pero no es fácil. Durante mucho tiempo se ha infravalorado la importancia de una buena traducción. E incluso la importancia de un texto bien escrito y sin faltas ortográficas. Muchos empresarios ven este tema como algo menor, cuando su repercusión en la imagen de la empresa puede ser crucial. Tal vez sea deformación profesional, pero me irrita ver páginas web con faltas de ortografía o cuya traducción está hecha con un traductor automático, tan literal que carece de sentido alguno. Y quién no ha perdido la paciencia ante un manual de instrucciones tan mal traducido que resulta incomprensible.
Y es que no se trata sólo de traducir las palabras, lo importante es traducir el sentido y adaptarlo a la realidad cultural del destinatario. Y ahí está la dificultad. Por ello existen profesionales que se forman específicamente en esta tarea. Vamos, que al contrario de lo que muchos piensan, no puede traducir cualquiera. De la misma manera que no cualquiera puede redactar la revista corporativa.
En el mismo artículo, Ríos añade: “las empresas deberían contar con algún traductor incluso en países de Sudamérica, allí también hay diferencias y puede provocar equivocaciones”. Me explicaba el otro día un colega que en la empresa en la que trabaja habían tenido problemas porque en unos folletos que se enviaron a México no se habían adaptado algunos de los términos, que se habían mantenido en el castellano de España. Y los clientes, cuando lo leían, no entendían aquellos términos específicos que no se habían adaptado. Y es que, para ellos, aquellas palabras no significaban nada. Después de esta experiencia, tradujeron los folletos adecuadamente, teniendo en cuenta su realidad cultural. Un caso que ilustra perfectamente lo que estamos comentando.